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En los últimos 15 años las bodegas se transformaron en restaurantes

A medida que se acercan las vacaciones vemos, cada vez más, que algún amigo, una pareja de conocidos o el influencer de turno sube una foto de un plato vistoso, enmarcado por los viñedos y la cordillera de fondo. El like es tan automático que evita formularse una pregunta necesaria: ¿cuánto hace que las bodegas son también restaurantes?

Una pista fehaciente la da Lucas Bustos, chef ejecutivo del restaurante de bodega Ruca Malen, a cuyo frente acaba de cumplir 15 años. Hoy un deck abierto a la montaña, con luces y ambientación moderna, entonces un ala de la bodega con mesas redondas y cubiertos alquilados. «Cuando abrimos -dice Bustos con una mezcla de nostalgia y asombro- teníamos sólo un disco de arado para cocinar y todo lo hacíamos ahí. El menú costaba unos diez dólares.»

Hoy, que sirven elaborados platos en la carta, que los cubiertos brillan a la altura de las copas y el costo ronda los 65 dólares -como en casi todos-, parece un hecho que los restaurantes de bodega estuvieron siempre ahí. Pero no. Todo hubo que construirlo con pocas cosas más que un norte culinario y el vino como soporte.